El sonido de las olas rompiéndose en la orilla. Las gaviotas volando bajo el inmenso cielo azul. La brisa, suave pero refrescante, soplaba revolviendo la arena sutilmente. Se lavó las manos en el mar repetidas veces, aunque sabía de sobra que de nada serviría: la sangre permanecería tatuada en su ser para siempre. Finalmente, se dejó caer de espaldas en las tranquilas aguas, permitiendo que el agua salada le aclarara las ideas, que el rey de los océanos le dijese lo que tenía que hacer.
Una pista, pensó para sus adentros.
Cuando por fin no le quedó más aire en los pulmones, decidió que era hora de regresar a la superficie. Tragó una gran bocanada de aire fresco, que en ese momento le supo a vainilla y chocolate.