La tormenta nos había impedido
pasar el día en los jardines, correteando como niños de cinco años,
persiguiéndonos hasta quedar agotados por el esfuerzo; en el lago, bañándonos,
salpicándonos. La tormenta nos había obligado a refugiarnos en la mansión, condenados
a jugar a estúpidos pasatiempos, como el ajedrez o los naipes.
La
cena había tenido lugar bajo la luz de las velas, en el gran comedor. Habíamos
tomado pavo y leído poemas. La compañía era grata – o casi– pero el
aburrimiento empezaba a carcomerme por dentro.
A Mary y Claire
les asustaban las tormentas. Shelley y yo nos reíamos a cada brinco que estas
pegaban, con el corazón en el puño. John, él, tomaba el té en el gran sillón,
cerca del crepitar del fuego. ¿Los demás? En sus aposentos, o en cualquier
lugar; lo único seguro es que se encontraban lejos de mi vista. La chimenea
iluminaba la estancia con un leve resplandor.